Óscar Maestre, desde Berlín, donde trabajó de desarrollador de videojuegos y, actualmente, de diseñador gráfico

La casa donde crecí se encuentra entre el Barrancode Santa Brígida y el Barranco del Colegio, en el Camino a los Olivos. Pasé mi infancia aventurándome en estos dos lugares: construyendo casetas entre los árboles, descubriendo la magnífica naturaleza que atesoran y explorando sus rincones. Mi infancia huele a serrín de carpintería, a jazmín, a humedad de bodega, a romero, a tierra mojada, a rebaños de cabras y a humo de chimenea.
Estudié en el colegio Juan del Río Ayala donde conocí a muchos de mis mejores amigos. Durante el recreo nos arremolinábamos para comprar pan de azúcar a través de los barrotes de la valla de la cancha; y es en esa misma cancha donde aprendí a jugar al baloncesto. Recuerdo las noches previas a un partido en las que una maraña de nervios se retorcían en mi estómago y la ilusión y la emoción de jugar frente a padres que como el mío sacrificaban su mañana de domingo para llevar al equipo y animarnos desde la grada.
Pasé muchas horas de mi adolescencia conversando en las escaleras de El Monte y jugando al fútbol en la cancha de asfalto al final del camino. Para llegar hasta allí debía cruzar el Barranco del Colegio hasta el Garoé y subir la cuesta más aberrantemente empinada de la isla. Tras semejante etapa, observar entre jadeos el videoclub de la esquina al final de la cuesta era equivalente a contemplar el paisaje desde la cúspide de una montaña.
Les debo mucho a los profesores del instituto, gracias a los cuales pude estudiar lo que quise y trabajar en lo que siempre había soñado, aunque para ello tuve que marcharme a Madrid y más tarde a Alemania, como muchos otros amigos, llevándonos cada uno nuestros recuerdos.
Cada verano que volvía a Santa Brígida, contrastaba el pueblo que dejé aparcado en la memoria con el que me encontraba. Por suerte muchos recuerdos siguen intactos aunque por desgracia otros no: Casas que la codicia había colocado ilegalmente en lugares protegidos, seguían año tras año inmóviles, afeando el camino con sus grises paredes; y este gran mal que es la especulación, se extendía cubriendo el camino de un halo de vergüenza hasta el corazón del pueblo, donde una bochornosa y aberrante abominación nos recuerda día tras día ese gran error.
Vivir rodeado de la naturaleza me ha enseñado a percibir los aromas que nos brinda y a disfrutar del descanso bajo la sombra de un árbol durante las ascensiones al barranco. Aprendí a degustar tras cada partido el dulce sabor de las victorias, y el amargo y salado de las derrotas. Forjé amistades que perduran intactas, año tras año, como si el tiempo se detuviese. Todo esto se lo debo en gran parte a mi pueblo y deseo que sus habitantes tengan también la oportunidad de disfrutar de todo lo que me ha ofrecido.
El dejar el lugar donde crecimos nos dota de una doble perspectiva: Por un lado la memoria nos ayuda a ver qué aspectos de la vida en el pueblo nos han marcado y querríamos que se conservaran, así como cuáles deberían mejorar; y por otro lado el vivir fuera nos proporciona nuevas experiencias, puntos de vista, formas de hacer las cosas y de vivir. De esta forma querría recuperar para sus habitantes la belleza que el ladrillo marchitó y hacer de Santa Brígida un espacio donde poder pasear y circular en bicicleta sin peligro, como hago yo cada día para ir a trabajar. Querría que la estructura del pueblo fuese tal que permitiera extender la enseñanza fuera de las aulas sin necesidad de tener que dar más que un corto paseo a pie: aprender sobre Calderón de la Barca en el teatro o contrastar las explicaciones de los libros de geología y distinguir acebuches y almácigos en el barranco. Un lugar donde la cultura fuera un referente y que ésta se transmitiera a una enseñanza más abierta al pensamiento crítico y las artes. Un pueblo hecho por y para sus habitantes, donde sus opiniones y sugerencias sean escuchadas. En definitiva: un lugar donde vivir, disfrutar y aprender.
¿Cómo reaccionas a esta noticia?