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por Rosario Miranda 

Una sociedad sana no es aquella en la que la gente no fuma, sino una comunidad que goza de cohesión social; dicha cohesión se asienta en la dignidad de la vida de todos y es apetecible para cualquiera en tanto garantiza, mucho más que las puertas blindadas, la seguridad ciudadana y la buena convivencia.  La cohesión social es la variable indicadora de la igualdad entre la gente, que en estos momentos se remite exclusiva y obsesivamente a la igualdad entre los sexos.

Para que la cohesión social sea duradera y no coyuntural ha de estar asentada en el sentido de lo común, en el civismo o virtud cívica, una dimensión de la vida cuya carencia denominaron los antiguos griegos “idiotismo”. El civismo no implica una pérdida sino una ampliación de “lo mío”, un formateo más grande de lo propio que incrementa nuestra potencia.

En el último tercio del siglo XX se alcanzó por esta parte del mundo un grado considerable de cohesión social. Los trabajadores lograron horarios más cortos, salarios más altos, vacaciones, bajas por enfermedad o subsidios por paro, derechos que dignificaron su vida laboral, y obtuvieron créditos bancarios que elevaron su poder adquisitivo; la mayoría de la población comía regularmente y bien, vivía en una casa digna y muchas veces propia, y accedía no sólo a una buena educación y a una buena sanidad públicas, sino también a bienes y servicios de lujo tales como viajes, aunque unos viajaran en avión privado y otros en aerolíneas de bajo coste. En el periodo mencionado se redujo la explotación y se establecieron servicios públicos de calidad que ahora se están desmantelando.

La ruina galopante de los servicios públicos se achaca a políticas neoliberales, pero no se es consciente de que esas políticas han prosperado sin apenas resistencia porque ha caído en una sociedad paupérrima en civismo. Lo que civilizó al capitalismo y nos proporcionó la bonanza social que conocimos no fue el sentido de lo común ni el cuidado de lo público, sino la existencia de regímenes comunistas y el temor al contagio. Hubo luchas de trabajadores, desde luego, pero después los logros de la llamada izquierda se debieron más al miedo al comunismo de los dueños del capital que al asiente psíquico del civismo en toda la población, algo que no ha sido nunca un objetivo a alcanzar.

Por otra parte, si bien es cierto que antes de la crisis retrocedió la explotación, también lo es que la alienación no fue objeto de la crítica ni disminuyó un ápice. La alienación —categoría marxista altamente pertinente para analizar nuestra salud social— consiste en la percepción errónea acerca de nosotros, y su efecto es el embrutecimiento de las personas en lugar de su florecimiento. En los años de bonanza social, la alienación por mímesis con el dinero —que Marx ubicó en la clase capitalista— afectó a todos aquellos que, independientemente de la capa social a que pertenecieran, persiguieron un beneficio privado e inmediato a costa de lo que fuera; además a esa forma de alienación se sumó otra: la que consiste en concebirse a unos mismo como hijo del padre Estado, cuyo efecto fue que muchos ciudadanos se creyeron merecedores de todo a cambio de nada. La corrupción se esparció por doquier y adoptó diversas formas, desde el robo y despilfarro de dinero público hasta el abuso de las ayudas estatales o de las bajas por enfermedad, pasando por la creencia, tan generalizada como cateta, de que engañar al fisco es una virtud. Y así, mientras la crítica a lo establecido se cifraba en un ecologismo ramplón, cada cual a su nivel y con los medios a su alcance buscaba su propio provecho sin sentido de lo común y sin consideración hacia los demás.

Cuando llegó  la crisis no teníamos civismo, no lo habíamos adquirido; en los años socialmente buenos no nos enriquecimos  más que materialmente. Por eso no pudimos embridar al capital cuando los diques que lo contenían cayeron con el mundo que lo contenían cayeron con el muro de Berlín, y por eso se quebró la cohesión social y avanzó la desigualdad: la genuflexión ante el capital se convirtió en el acto político por excelencia, los trabajadores  perdieron el poder sobre sus condiciones laborales, la explotación se hizo otra vez legal y el dinero público se retiró de bienes y servicios comunes y se destinó a pagar una deuda que se retroalimenta.

De este atolladero no salimos analizando la situación en términos de lucha de clases. El diagnostico de Karl Marx sobre los males del capitalismo fue, creo, acertado, pero no así la forma que este filósofo propuesto de superar dichos males, no su apreciación de que la clase trabajadora anhelaba la libertad y es por ello el sujeto de la revolución. La clase trabajadora como tal no entraña potencialmente el despertar de la alienación, ni siquiera el final de la explotación: la explotación del hombre por el hombre siempre estará a la vuelta de la esquina, en sistemas de economía capitalista o no capitalista, mientras los ciudadanos no nos percibamos como sujetos de la vida pública, mientras no sepamos que el Estado es nuestro instrumento y no nuestro padre, mientras circunscribamos la riqueza exclusivamente al dinero, o mientras no sombremos la noticia de que las personas se amplían satisfactoriamente y aumentan su poder en el acto de contribuir al común. Para civilizar la economía no procede ninguna dictadura del proletariado: lo que procede es el civismo.

* Presidenta de la Asociación El sol sale para todos y catedrática de Filosofía en la Escuela de Arte y Superior de Diseño Gran Canaria.

PUBLICADO EN: OPINIÓN DE LA PROVINCIA

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