José Luis Domínguez. Ando Sataute
(Agradecemos a la profesora satauteña María del Pino Rodríguez Socorro su amabilidad al facilitarnos estos textos, compilados como fruto de sus investigaciones, que nos han permitido presentar esta serie de artículos).
Sabino Berthelot (Marsella 1794 – Tenerife 1880), fue un naturalista francés. Llegó a Tenerife en 1820, donde fundaría el Liceo de La Orotava y dirigiría el Jardín Botánico. Tras conocer al botánico inglés Philip Barker Webb, emprenderían juntos distintos viajes por las islas, verificando observaciones y tomando datos. Después se trasladaron a París, en donde trabajaron durante años en la elaboración de una Historia Natural de las Islas Canarias, el más profundo análisis sobre la naturaleza canaria escrito hasta entonces. Ya en solitario, Berthelot redactaría sus Misceláneas Canarias, publicadas en París en 1839, obra en la que aúna descripciones, noticias y observaciones sobre las islas. Posteriormente vería la luz en 1842 su Etnografía y Anales de la conquista de las islas Canarias, en la que ofreció, como primera contribución importante a la prehistoria canaria, un catálogo de las costumbres, organización social y política, religión, cultura material, lenguaje y tradiciones de los aborígenes. La Etnografía sería completada, cuarenta años más tarde, por las Antigüedades Canarias, publicada en 1879, una de sus últimas obras.
Enamorado de las islas, Berthelot regresaría en 1847, con el cargo de cónsul del gobierno francés. Otros temas atrajeron también su interés, tales como los estudios sobre las pesquerías y la ornitología. Estas aficiones dieron como fruto diferentes artículos sobre las especies marinas migratorias, así como la publicación de un libro de divulgación, titulado Mis pájaros cantores. Publicó asimismo numerosos artículos sobre cuestiones de botánica, geografía y etnografía en distintos boletines científicos. Entre ellos debemos destacar la Noticia sobre los caracteres jeroglíficos grabados en las rocas volcánicas de las Islas Canarias, que fue el primer estudio realizado sobre los petroglifos e inscripciones aborígenes del archipiélago. La obra de Berthelot fue, en conjunto, el trabajo de un naturalista que, además, se convirtió en prehistoriador, campo en el que ofreció valiosas aportaciones. Con él se iniciaba la antropología prehistórica de las Islas Canarias, y se le considera el padre de la Antropología Física. Murió en 1880, en Santa Cruz de Tenerife.
La Caldera de Bandama se encuentra al suroeste de Las Palmas, a unos cuatro kilómetros, dentro del límite de su territorio. Este gran cráter tiene forma circular, su diámetro superior tiene la mitad de una milla, y el inferior conserva una extensión de 500 varas (tres mil pies). Es posible descender a caballo; el sendero, aunque muy inclinado, no ofrece ningún peligro eminente, y sus múltiples desviaciones hacen que el descenso sea más cómodo. Cuando nos vemos envueltos en el interior de esta formación volcánica “apagada”, podemos tener un sentimiento mezclado de terror y admiración; pero lo que llama más la atención al observador, son las disposiciones de las capas de lava que han hecho aumentar la masa del cono y la evidente superposición gradual, bien marcadas en las paredes interiores, desde el fondo hasta los bordes ondulados.
Habían transcurrido doce días desde nuestra llegada a la ciudad de Las Palmas y no nos decidíamos a ponernos en camino para dar comienzo a nuestras correrías: tantas satisfacciones nos ofrecía la sociedad canaria. Sin embargo, un primer paseo al monte Lentiscal, sirvió de acicate para despertar nuestro impulso viajero. Esta parte de la isla, próxima a la capital, hace pocos años no era más que laderas incultas cubiertas de lentiscos y acebuches: hoy se han decidido a cultivarlas. Ahora es un agradable valle con viñedos y casas de labor. En el centro se levanta una montaña cónica, el Pico de Bandama, formidable volcán que en tiempos pasados cubrió de lavas todos los contornos. Pero hoy el horno está apagado, una era de fecundidad ha seguido a los siglos de destrucción y la más exuberante vegetación cubre los flancos del cráter. Al llegar a la cima de la montaña uno se queda impresionado a la vista de este inmenso circo. Hay que imaginarse una caldera de una media legua de diámetro y más de mil pies de profundidad bordeada por un cerco de rocas negras y quemadas, cultivos dispuestos en terrazas, y en el hondo, una bella granja rodeada de campos de maíz, unos huertos al abrigo de todos los vientos, tibio invernadero natural donde las plantas crecen y se desarrollan al amparo de una suave temperatura, en un suelo regado por una fuente providencial que brota entre las escorias.
Se llega al fondo del cráter por un camino trazado en zig-zag por el talud interior. No salíamos de nuestra sorpresa ante lugar tan llamativo y extraño. Los taludes de esta oquedad volcánica nos rodeaban enteramente: sobre nuestras cabezas el cielo era sólo un círculo azul, y la paz que reinaba en este hondo campo solitario invitaba al descanso. Pasamos un día muy agradable en la Caldera de Bandama, nombre con el que es conocida. Al atardecer, siguiendo el sinuoso curso del Barranco de Guiniguada, regresamos a la ciudad.
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